miércoles, 13 de mayo de 2009

Cómo empieza todo

La primera vez que empezó todo fue hace 308 días. Con alguna que otra vieja hiena en busca de carroña. Afortunadamente para ellos las hienas murieron mientras que ambos vivían momentos inolvidables. Ambos conectaban con paso firme, demostrando que eran plena utopía.

Un verano errante, bohemio y de confesiones nocturnas. Paseos hasta las 6 de la mañana los caracterizaban, risas mediante. La noche y su lobreguez como testigos mientras se demostraban su amor. Los mejores momentos de nuestras vidas.

El estío y su bochorno acababan y, no por ello, su utopía se agotaba. Cuándo estaban juntos era mejor que en el verano. Quizás el sentimiento de añoranza de ambos hacía más fuerte la relación. O eso parecía... Conocieron juntos una nueva ciudad. La sinceridad de las largas conversaciones telefónicas los unían.

Una travesía de más de 2500 km les hizo no sólo conocerse si no también entenderse. Vivir nuevas experencias. Algo imborrable de la memoria de uno y otro.

Eran envidiados por mucha gente. Parece arrogante tal afirmación pero es cierto, lo eran porque se querían, no hacía falta unas palabras delante de un conocido, ni un mensaje público para demostrarlo. Sólo una mirada o un gesto íntimo hacía que la fantasía continuara.

Por desgracia, las hienas se convirtieron en tiburones. Y el escualo creó un falso sentimiento de añoranza de nada que acabo derrumbando toda utopía antes citada. Le vendó los ojos y borró todos lo vivido. Nada servía para nada (disculpen la redundancia). Quitándole las ganas de pelear por volver a conseguir la ficción creada.

Esa fue la primera vez que empezó todo, también fue la vez primera del único cuento sin final. Las vivencias ocurridas nunca terminarán, ganado a todo lo aciago que quede por llegar.

El final no tiene final...

Desde "el sitio de mi recreo", disculpen mi burda escritura, Javi Ramírez.

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